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lunes, 20 de junio de 2011
La noche anterior a mi partida de regreso al Perú, al parecer, hubo una reunión muy grande en mi casa. Pude notar, al regresar con Karla de nuestra salida, que la mayoría de las luces de mi casa estaban prendidas y el sonido alegre de la celebración que dejaron colar las rendijas de las ventanas y las puertas entreabiertas resonaban en la calle.

Me quedé con Karla en el pequeño jardín que se encontraba fuera de su casa, conversando. La reunión en mi casa terminó cerca de la media noche. Al parecer no se extendió más allá porque la mayoría de personas tenía que ir a trabajar al día siguiente. Los padres de Karla, aunque de últimos, no tardaron en salir, siendo despedidos personalmente por mi padre.

-          Hey, Karlita – dijo su padre, cruzando la pista – Te esperamos dentro, pues.
-          Está bien, papá – respondió.
-          Buenas noches… Señores – con un poco de miedo, saludé.
-          Joseph – dijo la mamá de Karla – No se demoren mucho… Quiero que Karla nos cuente por qué tenías el cuerpo lleno de algodón en la tarde, jajajaja.
-          Si quieren se los cuento ahorita – intervino Karla.
-          ¡No! – dije, poniéndome rojo como un tomate.

Tras un par de risas más, los padres de ella entraron a su casa. Me quedé con Karla y, bajo un cielo azul intenso en el cual una luna pálida intentaba figurar entre las nubes, un beso presentó mi último día en Puebla; el reloj en mi muñeca marcaba la media noche.

Cerca de las dos de la madrugada Karla entró a su casa y yo aceleré el paso hacia la mía. Sin duda este fue un día que nunca olvidaría.

Me desperté cerca del mediodía, la noche anterior pude acostarme cerca de las cuatro de la madrugada ya que me quedé ayudando a mi padre a ordenar la casa luego de la reunión. El día de mi partida había llegado y, extrañamente, no me sentía triste.

Tras tomar algo de Yogur que saqué del refrigerador, noté que no había nada para comer. Después de una media hora, cerca de la una de la tarde, Karla llegó a mi casa con un paquete en las manos.

-          ¡Hey, borreguito! – exclamo, divertida, cuando abrí la puerta – Apuesto a que no adivinas que es esto – concluyó, extendiendo el paquete.
-          Ni idea…
-          ¡Ya pues! – dijo – Al menos inténtalo – sonrió.
-          Vale – dije, pensativo – es… - recordé que moría de hambre – ¡Algo para comer! ¡Un pastel!
-          ¡No se vale! ¡No se vale!

Después del puchero, con el que se le veía hermosa, que hizo Karla, reclamando que no era justo que haya adivinado a la primera, fuimos a la cocina para comer. El paquete era un pírex de vidrio con tapa, envuelto delicadamente en servilletas de tela.

-          ¿Te gusta, borreguito? – preguntó, con una amplia sonrisa
-          ¡Eso es poco! – grité, con la boca llena de pastel – me encanta

Sinceramente, el pastel que comía en ese momento no era el mejor que había probado alguna vez, pero saber que Karla lo había hecho y que, posiblemente, se haya acostado muy tarde para poder cocinarlo, hacía que sea el más dulce y sabroso que jamás había probado en mi vida.


Cuando la conocí, no sabía que la distancia significaba tanto

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