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lunes, 6 de junio de 2011
El impacto de mi cabeza contra el duro piso me despertó.

-          ¿Joseph? – dijo una voz
-          Pero que… - repliqué, abriendo los ojos - ¡Pastorcita! – dije, al notarle, parada, justo al lado de mi cuerpo tendido en el suelo.
-          Acabo de abrir la puerta y has caído… ¿Qué hacías durmiendo en mi puerta? – preguntó, muy confundida.
-          Aaahhh – intenté pensar en una salida ingeniosa – ¿Qué haces saliendo tú, a esta hora, en pijama?
-          Pues… - me dijo, algo sonrojada – Quería ser la primera persona en saludarte por tu cumpleaños así que salí con intención de buscarte.
-          Bueno – repliqué – Me adelanté y aquí estoy.
-          Uhm… - titubeó – No creo que sea eso… En serio… ¿Qué haces tú durmiendo en mi puerta?
-          No sé – mentí.
-          ¿Cómo que no sabes?
-          Creo que… Soy sonámbulo o algo así – le dije, girando los ojos de un lado a otro.
-          ¿Me escondes algo, borreguito?
-          ¡Sería incapaz! – grité.
-          ¿Seguro? – insistió.
-          No…

No lo soporté más. Los ojos comenzaron a picarme y mis labios temblaban. Y cuando pensé que podía dominarlo, comencé a humedecer mis sienes con las lágrimas que caían de mis ojos, ya que estaba tendido boca arriba en el suelo, a los pies de Karla. Comencé a llorar.

Me di cuenta que aún era muy pequeño para poder afrontar las cosas. Desde siempre solía llorar mucho y no sabía si era un signo de debilidad ya que, en ese momento, me sentía débil y desamparado.

-          Borreguito… ¡¿Estás llorando?! – se exaltó un poco al verme así.
-          No… No – entre sollozos mentí, otra vez.
-          Tus labios pueden decir que no, pero tus lágrimas dicen que sí.
-          ¡Soy muy débil! – grité mientras me ponía en pie.
-          ¡¿Qué pasa?! – preguntó, muy preocupada.
-          ¡Lo que no debería estar pasando! – grité, en medio del llanto, mientras corría, cruzando la pista, a la acera del frente.

Ella me gritaba algo pero no atiné a voltear, tampoco quería saber qué clase de cosas me estaba diciendo. Sólo quería estar con mi estúpida debilidad, solo y triste.

Cuando observé el pomo de la puerta, pensé que se burlaba de mí. No encontraba la llave en los bolsillos de mis pantalones y la cerradura parecía gozar de esta situación, levantando, en la chapa de la puerta, las dos manijas que componían el manubrio de la entrada, como victoriosos ante mi desgracia. Volteé y noté que Karla tenía mis llaves en la mano derecha. Tal vez cuando intentó llamar mi atención, hace poco, quería decirme eso. Ella estaba, estática, bajo el marco de su fachada, aún muy confundida por toda la situación. Al parecer al momento de caer, cuando ella abrió la puerta de su casa, mis llaves saltaron de mi bolsillo hacia el pavimento.

|A un lado                         |-          No sabía si cruzar       -|                       Al otro lado  |
|estaba                             |-          No sabía si cruzar       -|                      estaba           |
|yo                                    |-          No sabía si cruzar       -|                       ella               |

     Di un paso adelante.                                                              Ella avanzó un paso.
                            Di otro.                                                          Ella no se movió.
                                   Y otro…                                                 Ella esperó.
                                                     Estaba a la mitad.       Ella se acercó.
                             Retrocedí un poco.                             Ella frenó.
                                                                 Caminé                      Ella regresó.
                                                                             Llegué a ella.  Ella me miró.

-          Hay algo que debo decirte – mis lágrimas cayeron como gotas de rocío – No debo ocultarlo más.

Pude notar algo diferente en mí. Aprendí algo que me ayudaría por el resto de mi vida. Llorar no te hacía débil. Es, más o menos, una prueba que tu propio cuerpo te pone para que puedas superarla. Uno no debe dejarse vencer por el llanto; si algo es lo suficientemente destructivo como para hacerme llorar, iba a demostrarme a mí mismo que, pase lo que pase, no me iba a ganar.

Esa misma noche, tanto las lágrimas como los sollozos, estaban ahí para ser fieles testigos de mi valentía. 



Cuando la conocí, no sabía que la distancia significaba tanto

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