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martes, 19 de noviembre de 2013
El
cuerpo del hombre se movió, débilmente.
— Hijita
—dijo, y abrió los ojos lentamente— Hola, hijita.
— Papito,
¿Qué haces aquí en la puerta?
— No
me siento bien, hijita.
— ¿Estás
enfermo?
— Tal
vez un poquito —jadeó—. Eso me pone un poco triste, porque quería salir contigo
y tu mamá al cine.
— No
te pongas triste, papá —la pequeña niña extendió el helado que tenía en la mano
y se lo ofreció a su padre— ¡Un helado siempre te arrancará una sonrisa!
El
señor Pablo miró el dulce frío. La lluvia le había pegado el cabello al rostro
y había arruinado el traje que llevaba. Vio a su hija con una sonrisa de oreja
a oreja, convencida del bienestar que ofrecía.
Le
faltaba el aire. Su tráquea, convertida en un largo cono, impedía el paso del
oxígeno. Pero, sin saber por qué, todavía era capaz de hablar. Su hija seguía
frente a él, con la mano extendida. Él devolvió la sonrisa.
— Claro…
—dijo, al fin— un helado siempre representa alegría.
Tomó
el helado con su mano derecha y lo miró como si estuviese hipnotizado. Sara no
dejó de sonreír.
Serge
cerró los ojos y agitó la cabeza.
—
Tío, qué extraño —me dijo—. No me esperaba
una historia así.
—
Es una historia triste —suspiré—. Luego de
algunos minutos de plática, cuando ya no existía más helado para comer, Sara
tocó el timbre. Cuando su madre abrió, se encontró con su esposo medio muerto
en la puerta de la casa. Inmediatamente lo llevaron a emergencias… falleció al
amanecer el día siguiente.
—
Entiendo. El helado es lo que le recuerda
los últimos momentos de la vida de su padre. Después de todo, ella lo vio en
las últimas. Eso debe ser horrible… no me lo imagino.
—
Sí. Y no sólo eso —bajé la cabeza y cerré
los ojos.
—
¿No sólo eso? ¿Hay algo más? —dio un salto
desde su camarote y se sentó en el suelo, junto a mí. No parecía muy preocupado,
pero sí lleno de curiosidad.
—
Pues… —empecé. Abrí los ojos pero no
levanté la mirada— ella se siente, en parte, culpable de la muerte de su padre.
Aunque tú y yo sabemos que es imposible que un par de minutos más bajo la lluvia
o un poco de helado puedan ser la diferencia entre la vida y la muerte, ella se
siente culpable. Es probable que ella piense igual que nosotros, pero… ya
sabes, la impotencia de no poder hacer nada a los cinco años, sumada a aquello
que representa un mal para nuestro sistema respiratorio
—
¿Lluvia y helado?
—
Sí. Y aunque la lluvia sea algo que no
podía controlar…
—
El helado sí lo es. O, al menos, lo fue.
—
Exacto.
—
Sí que es una historia triste…
—
Y hay algo más —levanté la cabeza y miré
al techo, pensativo—. Ese algo me preocupa un poco.
—
¿Qué fue?
—
Su madre.
—
¿Qué pasa con ella?
—
Pues, varios años después tuvo un segundo
compromiso.
—
Y conociéndote —trató de sonar ameno. Un
intento para alegrar el ambiente—, te odia, ¿verdad?
—
No. No conocí nunca a ese señor. Trataba
mal a la señora… Sara me dijo que la trataba horrible; por eso se separó de él
y lo desapareció de su vida.
—
¿Y por qué te preocupa eso?
—
Luego tuvo un tercer compromiso.
—
¡Ese sí que te odia! —dijo, con una
sonrisa.
—
A él tampoco lo conocí, no lo haré. Luego
de dos años de relación, ella descubrió que el tipo la engañaba con una chica
de su trabajo. De la misma forma en que llegó, se esfumó.
—
No me digas que tiene un cuarto
compromiso.
—
No.
—
¿Tuvo?
—
Tampoco.
—
¿Entonces?
—
La señora llegó a una conclusión, y aquel
pensamiento se lo transmitió a su hija, para que crezca sabiendo lo que podría
estar en cualquier esquina —lo miré, como disculpándome por lo que estaba a
punto de decir—. Pero no sé si aquel pensamiento es fuerte o no en Sara.
—
¿Cuál?
—
“No existe, ni existirá, ningún hombre
bueno, salvo tu padre”.
Serge me miró con
los ojos muy abiertos. Parecía no creer lo que le decía.
—
Eso sí que es fuerte, tío.
—
Demasiado —volví a suspirar— Eso explica
las muecas de su madre.
—
¿Muecas?
—
Las pocas veces que he visto a la madre de
Sara me ha tratado muy bien, la verdad —traté de hacer memoria—, pero una vez,
una sola vez, cuando nos íbamos caminando por el parque que está frente a su
casa, di un vistazo fugaz hacia atrás; su madre seguía en la puerta,
mirándonos… con una mueca extraña en el rostro. Parecía disgustada, y murmuraba
algo. Creo que no se dio cuenta que miraba, porque no cambió de semblante.
Volví a mirar adelante… pensé que no tenía nada que ver conmigo… pero ahora no
sé.
—
“No existe, ni existirá, ningún hombre
bueno, salvo tu padre” —repitió Serge—. Eso sí que es fuerte.
—
¿Cómo crees que se siente Sara?
—
Muy confundida, de ley. Tú eres un hombre,
y no eres su padre.
—
Y lo peor es que estamos hablando de aquel
hombre cuya muerte, según Sara, fue en parte gracias a ella… ¿Qué revoltijo
extraño tendrá en la cabeza esa chica?
Antes del
anochecer regresé a casa. El sol parecía una moneda de oro ocultándose en un
bolsillo de seda rojo.
Cuando la conocí, no sabía que las influencias eran poderosas
viernes, 15 de noviembre de 2013
Trató
de inhalar. Trató de exhalar.
Inhaló,
exhaló.
El
ejercicio parecía funcionar; una paz interior le llenó el cuerpo. Los pulmones
parecían recibir un poco más de oxígeno.
Pero
él sabía que era mentira. Sabía que esa sensación de alivio no era más que una
ilusión que desaparecería si dejaba de concentrarse. Necesitaba usar su
inhalador. Sería lo primero que haría al llegar a casa. Sólo necesitaba engañar
a su cuerpo por unos minutos más. Cerró los ojos para no pensar en nada más.
La
tranquilidad fue rota por un grito de dolor. Luego uno desesperado, seguido por
uno de terror. Todo se llenó de gritos mientras él sentía que su cuerpo se
mecía salvajemente hacia adelante. Su frente se estrelló contra el asiento
delantero.
Aún
con la cabeza gacha, tocó su frente con el dedo índice. La sensación de ahogo
volvió. Vio su dedo manchado de la sangre que salió de su frente. Sintió cómo
un pequeño hilo carmesí le resbalaba por la sien derecha hacia las mejillas.
— ¡Dios
mío! —fueron las primeras palabras articuladas que escuchó. Las mismas lo
regresaron a la realidad— ¡Alguien ayude a esa mujer!
Estaba
a media cuadra del paradero donde bajaba. El carro no se movía. La gente
gritaba y, adelante, una señora estaba atrapada entre la carrocería y el
asiento. Aún estaba viva.
Las
personas trataban de empujar el metal que aplastaba el cuerpo de la mujer. Él
se desesperó; ya no podía respirar.
Con
lo que le quedaba de fuerzas, salió por la ventana. La gente estaba amontonada
y le hubiese sido imposible usar la puerta. Se lamentó por la mujer a la que no
ayudó, pero si se quedaba ahí, muriendo de asma, sería un estorbo más que una
ayuda. Corrió camino a casa.
Notó
la fresca garúa de primavera.
No
respiraba. El embudo se convirtió en un cono que no daba paso al aire; corría
en dirección a casa sólo movido por la voluntad, tal vez por la fuerza de su
espíritu o algo así. Todo le parecía irreal; las casas, la pista, la lluvia…
nada estaba ahí, porque no lo sentía. Se deformaban ante su vista en espirales,
curvas y remolinos atornasolados. La lluvia tampoco estaba ahí. Las gotas
mojaban su rostro, sus manos… pero no las sentía. ¡Y qué decir del aire! La
brisa que se estrellaba contra él parecía, más bien, esquivarlo… no podía
sentirla, ni respirarla.
Tal
vez él tampoco estaba ahí; sus piernas se movían sin que él lo supiese, sus
brazos igual. Era el éxtasis, la histeria, las ganas de no morir, el verdadero
espíritu humano lo que hacía posible que se moviera. No podía morir, porque
vivía por alguien. Su esposa y su hija eran su mundo. Su mundo personal, ese
hermoso y tierno mundo que cada uno de nosotros tenemos, ajenos a los mundos de
los demás; uno propio, uno infinito dentro de nuestros sentidos.
Llegó
a casa. Aquel hogar de dos pisos, por fin. Buscó las llaves en el bolsillo de
su pantalón.
Inútil.
¿Es
que era el día en el que tenía que perder todo? ¿¡Dónde demonios estaban sus
llaves!? No cabía duda de que las tenía en algún sitio; cuando fue al
estacionamiento, en el trabajo, antes de recordar que no tenía carro hasta la
próxima semana, las tenía en la mano. Entonces… ¿Cómo demonios…?
Nunca
supo que las llaves reposaban junto a un micro con la parte delantera de la
carrocería destruida. Al salir del transporte de un salto por la ventana, las
llaves también dieron un pequeño salto y cayeron justo al lado de la llanta
trasera del vehículo.
Unos
veinte minutos después, una pequeña guitarra eléctrica de cinco centímetros,
que hacía el papel de llavero de un manojo de llaves, abandonada atrajo la
atención de un niño. Las recogió, las guardó en su mochila y siguió su camino.
—
Mierda… —susurró. Las
gotas que mojaban su cuerpo ya parecían tangibles. Luego perdió todas sus
fuerzas, y antes de poder tocar el timbre cayó al suelo. Se recostó en la
puerta y cerró los ojos.
La
pequeña Sara pensó que la mejor decisión era un helado, de aquellos que eran
del tamaño de su cabeza y de varios sabores. Siempre amó el helado, y esta vez
podría comprar el más caro que jamás había comprado con cuatro soles.
Ya
se encontraba de regreso a casa. La lluvia le molestaba un poco. Cuando decidió
comprar helado, el sol todavía brillaba en el cielo. Atravesó el parque a toda
velocidad.
Entonces,
vio a su padre sentado contra la puerta de su casa. Parecía dormido. «Qué
perezoso mi papito» —pensó.
Sany
se acercó con una sonrisa burlona.
— ¡Papi!
—dijo— ¡Hola, Dormilón!
No
respondió.
— ¿Papi?
—se arrodilló y agitó la manga del saco.
Cuando la conocí, no sabía que las influencias eran poderosas
lunes, 11 de noviembre de 2013
Casi diez años atrás, por aquellas tierras lejanas
de Surco, una pequeñísima Sara reventaría, por primera vez, una alcancía en
forma de cerdito. Para sus escasos cinco años de edad, aquellos cuatro soles
con cincuenta céntimos eran un dineral. El cerdito, la cabeza que reposaba a
unos centímetros de ella, parecía sonreírle por su millonaria adquisición. Ella
pensó en lo lindo que era el cerdito; aun después de muerto, le daba buenas
vibras.
Varios meses atrás, había logrado tener un sol con
treinta céntimos. Había comprado dos chizitos de cincuenta céntimos y, según le
contó a sus amigos, la tercera bolsita se la dejaron a treinta céntimos. Nadie
le creyó; tener tres chizitos era impensable. Claro, Sany tenía, como prueba,
los taps… pero, ¿Y si eran taps de chizitos anteriores?
Quitó la idea de su cabeza. Después de todo, aunque
no había hecho el cálculo porque no sabía cómo hacerlo, tenía más de tres veces
lo que consiguió aquella vez… eso era mucho chizito.
La cálida tarde de verano le sonreía a la pequeña
niña que guardaba su fortuna en una bolsa de plástico; casi todas sus moneditas
eran de diez céntimos, y eso sumaba casi treinta y cinco monedas que no podía
coger con aquellas pequeñísimas (incluso más que la pequeña Sara) manos.
Pero, ¿Chizito? Los palitos de queso van y vienen.
No valía la pena gastar todo su tesoro en algo que podría conseguir con el
tiempo. Tenía que comprar algo único, algo cuyo valor demuestre los cuatro
soles con cincuenta céntimos.
¿Qué podía hacer con tanto dinero? Ella se preguntó
lo mismo. Sabía que iría a la tienda. Sabía que compraría algo que nunca antes
hubiese podido comprar. Sólo le faltaba descubrir qué era ese algo.
Luego de pedirle permiso a su mamá, abrió la puerta
de la calle. Allá, tras un parque solitario y tranquilo, la tienda, donde ese
algo sería suyo, la esperaba.
Sany miró al cielo gris de la ciudad. Sonrió y cerró
la puerta tras ella. Con unos pequeños saltitos, llegó a la pista y se encaminó
al parque, aún con la gran pregunta del millón (o de los cuatro soles
cincuenta) en su mente.
A unas diez cuadras de distancia, la avenida Tomás
Marsano extendía su larga existencia hasta el distrito de Surquillo. Sobre
aquella serpiente de concreto y asfalto, bajo las vías por donde el tren
eléctrico circularía varios años después, los carros debatían su día sin
palabras, sólo con el sonido ensordecedor de los cláxones.
Fue en uno de esos micros donde un señor, quien dos
años antes empezó a perder el cabello, se sentía agitado. El asma apretaba su
pecho cada vez con más fuerza, cerraba sus vías respiratorias y le dificultaba
la respiración. El hombre sentía cómo el tubo que era su tráquea se cerraba
poco a poco para convertirse en un embudo que, en algún momento, sellaría su
pico e impediría que el oxígeno llegue a sus pulmones.
La sensación de ahogo creció.
Volvió a buscar su inhalador en el bolsillo del
saco. Fue inútil; las últimas cinco veces que lo había buscado tampoco había
encontrado nada. El pequeño dispositivo reposaba en el cajón derecho del
escritorio de su oficina. Lo guardó ahí cuando se dio cuenta que olvidó su saco
en la cafetería luego de la hora del almuerzo.
Siempre guardaba el inhalador en el bolsillo del
saco, pero luego de comer, durante una pequeña sobremesa junto a García, jugaba
con el pequeño aparatito. Lo pasaba de su mano derecha a la izquierda, y luego lo
regresaba. De vuelta a las oficinas, mientras García le hablaba de algún tema
tan interesante para ellos, como aburrido para mí, el señor seguía jugando con
el aparatito.
Cuando
llegó a su oficina, García ya estaba en la suya, se sentó en su escritorio y,
como siempre, decidió guardar su inhalador en el bolsillo interno del saco… sólo
lo decidió, porque saco no tenía; lo había olvidado en la cafetería. Tal vez en
la silla. ¿Tan interesante había sido la charla con García?
Volvió
a la cafetería y, sí, ahí estaba el bendito saco. Se lo puso y regresó a las
oficinas.
En
el pasillo hacia su oficina, Zúñiga, su jefe, lo esperaba con una tarea
importantísima. No hubo opción de regresar a la oficina; la sala de juntas esperaba.
Cuando
la reunión terminó, estaba tan emocionado por el ascenso recibido que regresó a
su oficina sólo para apagar la computadora y salir a darle la buena nueva a su
familia.
Lleno
de éxtasis paseó por el estacionamiento unos minutos hasta que recordó que el
auto estaba en el mecánico. «Tranquilo, hombre, es la emoción» —Pensó. Luego
salió a la avenida para esperar al transporte público.
Y ahora estaba ahí, en el
último asiento de un micro, a unos cinco minutos de su casa, con un asma que
era cada vez peor. Sólo tenía que aguantar un poquito más. Pero el embudo de su
tráquea se cerraba, cada vez, con más velocidad.
Cuando la conocí, no sabía que las influencias eran poderosas
viernes, 8 de noviembre de 2013
Hacía ya bastante tiempo que no veía a Serge. Cuando
miraba a la nada mientras el profesor Ernesto explicaba una fórmula de
trigonometría, decidí visitarlo luego del colegio.
Me parece que era geometría… bah, no importa.
—
No mamá, no hay tareas
—grité, desde la puerta.
—
Estoy confiando en ti
—respondió mi madre— ¡No demores!
—
¡Está bien! —cerré la
puerta, pensando en que, tal vez, le haya mentido a mi madre con respecto a las
tareas. La verdad, no recordaba si había o no tarea. Años más tarde creería que
«si no hay recuerdos, no puede haber mentira».
La tarde pintaba bien; era primavera y una brisa
fresca corría por las calles limeñas. El sol no quemaba (cosa que odiaba) y la
sombra era abundante.
Esperé unos minutos en la puerta de la casa de
Serge. Su casa siempre fue amarilla. En lo personal, odiaba ese color. Nunca se
lo dije.
La puerta se abrió.
—
¡Hey! —me saludó con
una sonrisa, desde el umbral de su puerta— Tanto tiempo sin verte.
Entramos a su casa. Por la puerta de su cocina.
Nunca había visto a nadie abrir la puerta de la sala (demás está decir que
tampoco vi esa puerta abierta en todo lo que tenía de vida). Subimos las
escaleras para ir a su habitación. En la sala, el viejo reloj dio cinco
campanadas, marcando las cinco de la tarde. Me quedaría hasta las siete de la
noche, más o menos.
—
Desde que empezaste con
Sara no me hablas más que por MSN, tío —se quejó. Estaba jugando con una pelota
de hule, sentado en la parte superior de su camarote. Él dormía ahí y su
hermano abajo. La verdad, nunca había subido a la parte superior del camarote—.
Y yo sé que habrá por ahí alguna historia, de esas divertidas, que tienes
cuando estás con una chica.
—
Pues, no sé…
—
Habla. Ya vi tu cara.
—
Ah, tío. Yo…
Suspiré, divertido. Era cierto; Serge tenía algo que
hacía que me delate. Según me decía, le gustaban mis “historias divertidas” y
cada vez que no quería mencionar algo, por más pequeño que fuese, el condenado
Serge sabía que escondía algo (jamás supe cómo lo hacía). La verdad, en aquel
momento, la “historia” no era lo más divertido del mundo… pero se la contaría. Después
de todo, Serge me acompañó desde segundo de primaria, y ya estábamos en último
año de secundaria. Incluso fue mi único apoyo cuando mi primer amor me rechazó.
Ay, Estelita…
¿Qué será de tu vida?
Sí, nos veíamos menos, pero parecía que el tiempo no
pasaba.
—
¿Y bien? —abrió los
ojos, como una madre que espera la confesión de la travesura de su hijo.
—
Pues… —titubeé— para
empezar, vive en Surco.
—
Eso está lejos —miró de
un lado a otro— ¿No?
—
Sí. La primera vez que
la vi, tomé cuatro carros y llegué en tres horas y media.
—
¡Pero qué tonto! —rio.
Luego hizo una pausa y, aún con una sonrisa, me miró— ¿No pudiste preguntarle
cómo llegar?
—
¿Qué te asegura que
ella sabría llegar de San Miguel a Surco?
—
Buen punto —se rascó el
mentón—. Aun así, nada perdías preguntando.
—
Iba a ser una sorpresa.
—
¡Eso lo cambia todo,
Don Juan! —siguió con su buen humor. Me lanzó una risita cómplice.
—
Tampoco le gusta el
Helado —añadí, pensativo.
—
Eso sí que es extraño.
—
Algo.
— ¿A quién no le gusta el helado? ¡Cuidado, Joseph! No vaya a ser un extraterrestre —las manos de mi amigo agitaban los dedos frenéticamente, como queriendo asustarme luego de un cuento de terror. Y dijo, con una voz nasal, como si fuese un visitante de otro planeta:— En nuestro planeta, las cosas frías nos destruyen, terrícola.
— ¿A quién no le gusta el helado? ¡Cuidado, Joseph! No vaya a ser un extraterrestre —las manos de mi amigo agitaban los dedos frenéticamente, como queriendo asustarme luego de un cuento de terror. Y dijo, con una voz nasal, como si fuese un visitante de otro planeta:— En nuestro planeta, las cosas frías nos destruyen, terrícola.
Luego volvió a reír.
Quince minutos después, la risa de Serge se
apagaría. Su rostro reflejaría la misma mueca de asombro e incertidumbre que
tuve en la CHAMA hacía unos días cuando Sany me contó un pasaje de su niñez.
El día que descubrí por qué a Sara, Sany, la
Bufoncita, no le gustaba el helado no supe qué decirle. Me relató una pequeña,
casi tanto como ella a los cinco años, y triste historia.
Cuando la conocí, no sabía que las influencias eran poderosas
lunes, 4 de noviembre de 2013
Y llegó el viernes.
El almuerzo estaba listo. Sany se sentó entre mi
madre y yo. El ají de gallina estaba rico, la verdad.
Mi madre conoció un poquito más a mi enamorada.
Parecía agradarle. Cuando terminamos de comer, como mi mamá había empezado una
dieta, se levantó de la mesa para traernos el postre y, luego, retirarse. Hizo
una broma sobre que no quería comer postre porque estaba a dieta, o algo así…
Yo devoraba el helado de vainilla que mi madre había
puesto, frente a mí, en la mesa. Por otro lado, Sany sólo había comido una
cucharada del suyo. El postre derretía su existencia en el pequeño tazón que ya
tenía un fino tapiz de vainilla. «Es el momento de actuar» —me animé,
mentalmente.
—
¡Bufoncita! —grité, con
la boca llena de una derretida pasión vainillesca— ¿No te vas a comer eso?
—
No sé —dijo. No dejó de
ver con algo de amargura, asco y melancolía al derretido postre que tenía en
frente—. Para serte sincera, no me gusta mucho el helado.
—
¿Eh? —la miré fijamente. Mis labios tenían una
capa de vainilla y los relamí—, ¿Segura? Veo en tu cara algo de tristeza más
que de disgusto… Parece que hay algo más que te impide comer…
—
Tal vez.
Al final, terminé por comer el helado (o lo que
quedaba de él) de Sany. El resto de la tarde fue silenciosa. Paseamos por algún
centro comercial casi en silencio… no estaba seguro de qué decir, de cómo
actuar y, mucho menos qué pensar. Creo que ella, además, estaba muy incómoda.
Salimos al paradero para que pueda tomar el carro
que le llevaría a Surco. Los transportes públicos se amontonaban en el paradero
y la orquesta de bocinas, debidamente acompañada del coro de cobradores,
comenzaba a ser molesto. No era novedad; siempre eran molestos.
—
¿Me acompañas? —Sany
volteó y me lanzó una mirada lánguida.
La bulla, el desorden y el caos que reinaba en el
paradero gracias al tráfico, los gritos del cobrador y las bocinas usadas en
exceso me hicieron deformar mi rostro en una mezcla de incomodidad y pereza.
—
No hasta mi casa. No es
necesario —ella notó mi incomodidad—. Sólo hasta Miraflores, si quieres.
—
Claro, claro —respondí—.
Ahí está el carro.
—
Vamos. Te contaré una
historia.
—
¿Una historia?
No respondió. Me cogió del brazo y me jaló hacia la CHAMA.
Había dos asientos junto a la ventana, casi al fondo. Nos sentamos ahí y tras
una espera corta, el carro arrancó.
Planeaba acompañarla hasta Miraflores, pero la
historia se hizo un poco larga. Estábamos por el óvalo Higuereta cuando
terminó… así que decidí dejarla en la puerta de su casa. No todos los días te
contaban una historia como aquella. Luego de la historia (y del óvalo Higuereta
a su casa) el viaje fue silencioso.
No estaba muy seguro de cómo sentirme luego de aquel
relato. Mucho menos sabía si debía hablar o guardar silencio. Opté por lo
segundo.
Esa noche, varias preguntas inconexas y sin sentido
invadieron mi cabeza. Ni siquiera las recuerdo bien en estos momentos…
Cuando la conocí, no sabía que las influencias eran poderosas
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