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lunes, 2 de mayo de 2011
Levanté el polo sudado y me dirigí hacia uno de los cubiles en los que se encontraban los inodoros. Todos me miraban sin comprender que pretendía. Edmundo recién se estaba reincorporando cuando dejé caer su polo en el agua amarillenta que tenía en frente. El peso del polo hizo que los pequeños residuos marrones que descansaban en el fondo emergieran como pequeños botes sobre la orina.

Sentí, entonces, que no era suficiente. No me sentía del todo satisfecho así que abrí la bragueta de mi pantalón y teñí con más intensidad el agua, ya amarillenta, donde reposaba el polo. Acto seguido le di un fuerte jalón a la palanca para hacer pasar el agua, llevándose consigo el polo.

Todos rieron mientras yo salía triunfal del cubil. Sentía que con eso Edmundo nunca más iba a molestarme, pero tal vez yo estaba equivocado.

-          Villalta… - Dijo Edmundo, sosteniendo un polo mojado en las manos.
-          ¡Qué demonios! – grité - ¡¿Por qué has sacado el polo?!
-          Reza – dijo, levantando el polo para hacer notar que le faltaba un pedazo de manga. Edmundo había luchado contra la fuerza del inodoro para que su polo no atore la cañería y, en el proceso, había perdido un pedazo de manga.

Por un momento pensé que Edmundo vendría directo hacia mí para golpearme con esa cosa asquerosa, pero no lo hizo. Él salió del baño y caminó, con el torso desnudo, hacia dios sabe dónde, dejando un rastro de agua marrón a su paso gracias al polo. Las risas no pararon dentro del baño.

De regreso al salón de clases, la profesora de aritmética me preguntó, por tercera vez, la resolución de un problema que, la verdad, no tenía idea de cómo resolver. Sabía que nunca pasaría, pero en ese momento deseé que pasara algo, lo que sea; un temblor, un simulacro sorpresa, la llegada inesperada de algún otro profesor y que me llame para salir del aula…

Me sorprendí mucho al ver que justo cuando la profesora iba a preguntarme por cuarta vez, llegó un profesor al aula preguntando por mí. No era exactamente un profesor, era el “Supervisor”, el típico señor que se pasea por todo el colegio sin hacer nada y de vez en cuando te llama la atención cuando te ve haciendo algo indebido. Nunca entenderé la verdadera función ya que, incluso, tenía una oficina.

-          Villalta, lo llama la directora – me dijo después de intercambiar un par de palabras con la profesora.

Ahora no estaba seguro si debía sentirme aliviado al haber podido huir de ese problema de aritmética o, si por el contrario, me iba a ir peor con la directora.

Entonces lo recordé. El polo de Edmundo Cueva.

Si no hubiese sido yo a quien la directora esperaba detrás del escritorio con el ceño fruncido, la escena que pude ver al llegar al cuarto hubiese sido muy graciosa. Al asomarme hacia dentro, pude ver un escritorio que, al parecer, recién había sido limpiado ya que aún se precipitaban pequeñas gotas marrones, por los bordes, hacia el suelo. Al lado del escritorio, en el suelo, podía ver a Edmundo, con el torso aún desnudo, limpiando del piso las manchas apestosas que su polo había dejado, el cual descansaba en una cubeta unos metros más al fondo. Al parecer Edmundo había llevado arrastrando su polo por todo el colegio, dejando la respectiva mancha marrón, hasta la oficina de la directora, sólo para dejar que este se extienda, cual pulpo, sobre el escritorio. Aún podían verse, en el escritorio, algunos papeles echados a perder por el agua.

Cuando tomé asiento frente a la directora, esta no dijo palabra alguna. Pude ver, a su derecha, una bandeja de madera con una torre de, aproximadamente, unas 100 papeletas blancas a un extremo. Las papeletas amarillas descansaban al lado, unas 50 papeletas se erguían junto a las escasas, aproximadamente 10, papeletas azules, que, aún siendo menos, intimidaban mucho más.

La directora posaba sus dedos sobre una papeleta azul, sólo para luego retirar la mano y rascarse el mentón mientras meditaba aún con el ceño fruncido por el enojo.

Repitió la operación, aproximadamente, unas siete veces y, cuando pensé que por fin se había dignado a recoger una papeleta azul, quitó la mano de encima, abrió un cajón en su escritorio, buscó algo por unos tres segundos y, ante mis ojos abiertos como platos, colocó una papeleta roja sobre el escritorio.

No podía creerlo. La directora llenaba la papeleta para luego entregármela. Yo estaba muy asustado, puesto que no sabía que efecto tenía esa amonestación. En mi cerebro cabía la posibilidad de rogar por una oportunidad o suplicar porque la condena sea menor o, al menos, preguntar que tipo de sanción significaba una papeleta roja, pero había un pensamiento que podía superar cualquier evento de rendición ante la normativa educativa: “No era un mito”.



Cuando la conocí, no sabía que la distancia significaba tanto

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