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viernes, 29 de abril de 2011
Mis notas bajaron demasiado en la segunda mitad del año. Ya no valía la pena esforzarse por algo. Mi promedio escolar se derrumbó junto con mi promedio en conducta.

Mi colegio tenía un sistema de amonestación a base de papeletas. Existían tres tipos de sanciones. La primera era la papeleta blanca que reflejaba una amonestación leve, aquel papel blanco debía ser presentado al día siguiente con la firma del padre de familia. El siguiente nivel era la papeleta amarilla, una ficha amarilla que debía ser presentada al día siguiente de aplicarse junto a la presencia del padre de familia o el hijo no entraría a clases. El último nivel era la papeleta azul, un pequeño rectángulo, más celeste que azul, que significaba una suspensión de un par de días.

Existía, también, una leyenda acerca de una papeleta roja que, aunque nadie sabía que hacía, se decía que era la sanción máxima en el colegio. Algunas persona suponían que era la expulsión del centro educativo, otros, por el contrario, pensaban que eso era tonto ya que nadie le daría a alguien un “reconocimiento personal” por botarle.

Hasta noviembre yo ya había recibido muchas papeletas blancas y unas cuantas amarillas. Había tenido suerte de no haber sido portador de una azul hasta el momento. Poco a poco me fui convirtiendo en una especie de “chico problema” pero yo no sabía en que momento había cambiado, desde siempre había sentido que era el mismo, salvo, por supuesto, en mi estado de ánimo que estaba por los suelos.

Llegó un día, terminando noviembre, en el que sentí que vería la primera papeleta azul. Fue después de la clase de educación física, cuando todos los chicos estábamos, después de hacer ejercicios, en los baños mientras usábamos los caños para lavarnos, que alguien logró sacarme de mis casillas.

Edmundo era el nombre del típico chico que frente a los profesores era un santo, pero cuando el maestro daba media vuelta no hacía más que molestar a los que estaban cerca. Era una de las personas que más detestaba en el colegio. El hecho de encontrarnos todos en los baños, después de educación física, sin nadie vigilándonos era una ocasión más que perfecta para que Edmundo fastidiara a los demás alumnos.

La fila de caños donde estaba yo, con algunos compañeros, lavándome la cara no era más que una fila de ineptos para burlarse a la vista de Edmundo quien, con su polo en la mano y con el torso desnudo, estaba dispuesto a golpear gente con su “látigo de sudor”.

*¡Zaz!*    *¡Zaz!*           *¡Zaz!*           *¡Zaz!*           *¡Zaz!*           *¡Zaz!*

Los seis alumnos que se encontraban antes de mí fueron azotados en la espalda o en el trasero con el polo sudado. Ellos insultaban y golpeaban a Edmundo, pero a este no le importaba mucho ya que la situación se le hacía muy divertida. Después de todo, Edmundo ya estaba acostumbrado a que le golpeen en la cabeza y lo empujen después de hacer alguna de sus idioteces. Yo también lo había hecho cuando me molestaba.

Finalmente llegó, con una cara desquiciada, a mi posición en el caño, dispuesto, claro, a golpearme con su polo sudado. Volteé para hacerle frente.

-          Lo haces y te juro que te destruyo…. – le dije con cara de muy pocos amigos
-          No te tengo miedo, Villalta – desafió.

Si pensaba en pegarme con su polo, iba a lanzarme sobre él y molerlo a golpes. Sentía que ya había pasado suficiente en estos años como para que venga un estúpido a golpearme con un polo sudado. Pensé en responderle con otra amenaza pero no valía la pena. Me volteé otra vez en dirección al caño para terminar mi aseo.

                                                     *¡Zaz!*

-          ¡Hey tío! ¡Cálmate! – Me gritó Serge cogiendo mi puño. Yo me encontraba sobre un Edmundo asustado, después de haberlo embestido contra el piso, dispuesto a romperle la cara de un puñete, pero mi mejor amigo me detuvo.
-          No vale la pena – dijo algún compañero – Es un idiota.

La cara de desesperación de Edmundo al ver que mi puño podría estamparse contra su rostro era un buen pago para hacerme sentir mejor. Me paré con ayuda de Serge y decidí que lo mejor era salir del baño. Caminé hacia la puerta y, para mi sorpresa, el polo sudado de aquel chico había salido volando cuando lo tumbé y ahora estaba reposando, inocentemente, a mis pies. Sentí un impulso de maldad y no iba a echarme para atrás.


Cuando la conocí, no sabía que la distancia significaba tanto

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