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lunes, 4 de noviembre de 2013
Y llegó el viernes.
El almuerzo estaba listo. Sany se sentó entre mi madre y yo. El ají de gallina estaba rico, la verdad.
Mi madre conoció un poquito más a mi enamorada. Parecía agradarle. Cuando terminamos de comer, como mi mamá había empezado una dieta, se levantó de la mesa para traernos el postre y, luego, retirarse. Hizo una broma sobre que no quería comer postre porque estaba a dieta, o algo así…
Yo devoraba el helado de vainilla que mi madre había puesto, frente a mí, en la mesa. Por otro lado, Sany sólo había comido una cucharada del suyo. El postre derretía su existencia en el pequeño tazón que ya tenía un fino tapiz de vainilla. «Es el momento de actuar» —me animé, mentalmente.
    ¡Bufoncita! —grité, con la boca llena de una derretida pasión vainillesca— ¿No te vas a comer eso?
    No sé —dijo. No dejó de ver con algo de amargura, asco y melancolía al derretido postre que tenía en frente—. Para serte sincera, no me gusta mucho el helado.
    ¿Eh?  —la miré fijamente. Mis labios tenían una capa de vainilla y los relamí—, ¿Segura? Veo en tu cara algo de tristeza más que de disgusto… Parece que hay algo más que te impide comer…
    Tal vez.
Al final, terminé por comer el helado (o lo que quedaba de él) de Sany. El resto de la tarde fue silenciosa. Paseamos por algún centro comercial casi en silencio… no estaba seguro de qué decir, de cómo actuar y, mucho menos qué pensar. Creo que ella, además, estaba muy incómoda.
Salimos al paradero para que pueda tomar el carro que le llevaría a Surco. Los transportes públicos se amontonaban en el paradero y la orquesta de bocinas, debidamente acompañada del coro de cobradores, comenzaba a ser molesto. No era novedad; siempre eran molestos.
    ¿Me acompañas? —Sany volteó y me lanzó una mirada lánguida.
La bulla, el desorden y el caos que reinaba en el paradero gracias al tráfico, los gritos del cobrador y las bocinas usadas en exceso me hicieron deformar mi rostro en una mezcla de incomodidad y pereza.
    No hasta mi casa. No es necesario —ella notó mi incomodidad—. Sólo hasta Miraflores, si quieres.
    Claro, claro —respondí—. Ahí está el carro.
    Vamos. Te contaré una historia.
    ¿Una historia?
No respondió. Me cogió del brazo y me jaló hacia la CHAMA. Había dos asientos junto a la ventana, casi al fondo. Nos sentamos ahí y tras una espera corta, el carro arrancó.

Planeaba acompañarla hasta Miraflores, pero la historia se hizo un poco larga. Estábamos por el óvalo Higuereta cuando terminó… así que decidí dejarla en la puerta de su casa. No todos los días te contaban una historia como aquella. Luego de la historia (y del óvalo Higuereta a su casa) el viaje fue silencioso.
No estaba muy seguro de cómo sentirme luego de aquel relato. Mucho menos sabía si debía hablar o guardar silencio. Opté por lo segundo.

Esa noche, varias preguntas inconexas y sin sentido invadieron mi cabeza. Ni siquiera las recuerdo bien en estos momentos…




Cuando la conocí, no sabía que las influencias eran poderosas

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