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lunes, 11 de noviembre de 2013
Casi diez años atrás, por aquellas tierras lejanas
de Surco, una pequeñísima Sara reventaría, por primera vez, una alcancía en
forma de cerdito. Para sus escasos cinco años de edad, aquellos cuatro soles
con cincuenta céntimos eran un dineral. El cerdito, la cabeza que reposaba a
unos centímetros de ella, parecía sonreírle por su millonaria adquisición. Ella
pensó en lo lindo que era el cerdito; aun después de muerto, le daba buenas
vibras.
Varios meses atrás, había logrado tener un sol con
treinta céntimos. Había comprado dos chizitos de cincuenta céntimos y, según le
contó a sus amigos, la tercera bolsita se la dejaron a treinta céntimos. Nadie
le creyó; tener tres chizitos era impensable. Claro, Sany tenía, como prueba,
los taps… pero, ¿Y si eran taps de chizitos anteriores?
Quitó la idea de su cabeza. Después de todo, aunque
no había hecho el cálculo porque no sabía cómo hacerlo, tenía más de tres veces
lo que consiguió aquella vez… eso era mucho chizito.
La cálida tarde de verano le sonreía a la pequeña
niña que guardaba su fortuna en una bolsa de plástico; casi todas sus moneditas
eran de diez céntimos, y eso sumaba casi treinta y cinco monedas que no podía
coger con aquellas pequeñísimas (incluso más que la pequeña Sara) manos.
Pero, ¿Chizito? Los palitos de queso van y vienen.
No valía la pena gastar todo su tesoro en algo que podría conseguir con el
tiempo. Tenía que comprar algo único, algo cuyo valor demuestre los cuatro
soles con cincuenta céntimos.
¿Qué podía hacer con tanto dinero? Ella se preguntó
lo mismo. Sabía que iría a la tienda. Sabía que compraría algo que nunca antes
hubiese podido comprar. Sólo le faltaba descubrir qué era ese algo.
Luego de pedirle permiso a su mamá, abrió la puerta
de la calle. Allá, tras un parque solitario y tranquilo, la tienda, donde ese
algo sería suyo, la esperaba.
Sany miró al cielo gris de la ciudad. Sonrió y cerró
la puerta tras ella. Con unos pequeños saltitos, llegó a la pista y se encaminó
al parque, aún con la gran pregunta del millón (o de los cuatro soles
cincuenta) en su mente.
A unas diez cuadras de distancia, la avenida Tomás
Marsano extendía su larga existencia hasta el distrito de Surquillo. Sobre
aquella serpiente de concreto y asfalto, bajo las vías por donde el tren
eléctrico circularía varios años después, los carros debatían su día sin
palabras, sólo con el sonido ensordecedor de los cláxones.
Fue en uno de esos micros donde un señor, quien dos
años antes empezó a perder el cabello, se sentía agitado. El asma apretaba su
pecho cada vez con más fuerza, cerraba sus vías respiratorias y le dificultaba
la respiración. El hombre sentía cómo el tubo que era su tráquea se cerraba
poco a poco para convertirse en un embudo que, en algún momento, sellaría su
pico e impediría que el oxígeno llegue a sus pulmones.
La sensación de ahogo creció.
Volvió a buscar su inhalador en el bolsillo del
saco. Fue inútil; las últimas cinco veces que lo había buscado tampoco había
encontrado nada. El pequeño dispositivo reposaba en el cajón derecho del
escritorio de su oficina. Lo guardó ahí cuando se dio cuenta que olvidó su saco
en la cafetería luego de la hora del almuerzo.
Siempre guardaba el inhalador en el bolsillo del
saco, pero luego de comer, durante una pequeña sobremesa junto a García, jugaba
con el pequeño aparatito. Lo pasaba de su mano derecha a la izquierda, y luego lo
regresaba. De vuelta a las oficinas, mientras García le hablaba de algún tema
tan interesante para ellos, como aburrido para mí, el señor seguía jugando con
el aparatito.
Cuando
llegó a su oficina, García ya estaba en la suya, se sentó en su escritorio y,
como siempre, decidió guardar su inhalador en el bolsillo interno del saco… sólo
lo decidió, porque saco no tenía; lo había olvidado en la cafetería. Tal vez en
la silla. ¿Tan interesante había sido la charla con García?
Volvió
a la cafetería y, sí, ahí estaba el bendito saco. Se lo puso y regresó a las
oficinas.
En
el pasillo hacia su oficina, Zúñiga, su jefe, lo esperaba con una tarea
importantísima. No hubo opción de regresar a la oficina; la sala de juntas esperaba.
Cuando
la reunión terminó, estaba tan emocionado por el ascenso recibido que regresó a
su oficina sólo para apagar la computadora y salir a darle la buena nueva a su
familia.
Lleno
de éxtasis paseó por el estacionamiento unos minutos hasta que recordó que el
auto estaba en el mecánico. «Tranquilo, hombre, es la emoción» —Pensó. Luego
salió a la avenida para esperar al transporte público.
Y ahora estaba ahí, en el
último asiento de un micro, a unos cinco minutos de su casa, con un asma que
era cada vez peor. Sólo tenía que aguantar un poquito más. Pero el embudo de su
tráquea se cerraba, cada vez, con más velocidad.
Cuando la conocí, no sabía que las influencias eran poderosas
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