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viernes, 15 de noviembre de 2013
Trató de inhalar. Trató de exhalar.
Inhaló, exhaló.
El ejercicio parecía funcionar; una paz interior le llenó el cuerpo. Los pulmones parecían recibir un poco más de oxígeno.
Pero él sabía que era mentira. Sabía que esa sensación de alivio no era más que una ilusión que desaparecería si dejaba de concentrarse. Necesitaba usar su inhalador. Sería lo primero que haría al llegar a casa. Sólo necesitaba engañar a su cuerpo por unos minutos más. Cerró los ojos para no pensar en nada más.
La tranquilidad fue rota por un grito de dolor. Luego uno desesperado, seguido por uno de terror. Todo se llenó de gritos mientras él sentía que su cuerpo se mecía salvajemente hacia adelante. Su frente se estrelló contra el asiento delantero.
Aún con la cabeza gacha, tocó su frente con el dedo índice. La sensación de ahogo volvió. Vio su dedo manchado de la sangre que salió de su frente. Sintió cómo un pequeño hilo carmesí le resbalaba por la sien derecha hacia las mejillas.
    ¡Dios mío! —fueron las primeras palabras articuladas que escuchó. Las mismas lo regresaron a la realidad— ¡Alguien ayude a esa mujer!
Estaba a media cuadra del paradero donde bajaba. El carro no se movía. La gente gritaba y, adelante, una señora estaba atrapada entre la carrocería y el asiento. Aún estaba viva.
Las personas trataban de empujar el metal que aplastaba el cuerpo de la mujer. Él se desesperó; ya no podía respirar.
Con lo que le quedaba de fuerzas, salió por la ventana. La gente estaba amontonada y le hubiese sido imposible usar la puerta. Se lamentó por la mujer a la que no ayudó, pero si se quedaba ahí, muriendo de asma, sería un estorbo más que una ayuda. Corrió camino a casa.
Notó la fresca garúa de primavera.
No respiraba. El embudo se convirtió en un cono que no daba paso al aire; corría en dirección a casa sólo movido por la voluntad, tal vez por la fuerza de su espíritu o algo así. Todo le parecía irreal; las casas, la pista, la lluvia… nada estaba ahí, porque no lo sentía. Se deformaban ante su vista en espirales, curvas y remolinos atornasolados. La lluvia tampoco estaba ahí. Las gotas mojaban su rostro, sus manos… pero no las sentía. ¡Y qué decir del aire! La brisa que se estrellaba contra él parecía, más bien, esquivarlo… no podía sentirla, ni respirarla.
Tal vez él tampoco estaba ahí; sus piernas se movían sin que él lo supiese, sus brazos igual. Era el éxtasis, la histeria, las ganas de no morir, el verdadero espíritu humano lo que hacía posible que se moviera. No podía morir, porque vivía por alguien. Su esposa y su hija eran su mundo. Su mundo personal, ese hermoso y tierno mundo que cada uno de nosotros tenemos, ajenos a los mundos de los demás; uno propio, uno infinito dentro de nuestros sentidos.
Llegó a casa. Aquel hogar de dos pisos, por fin. Buscó las llaves en el bolsillo de su pantalón.
Inútil.
¿Es que era el día en el que tenía que perder todo? ¿¡Dónde demonios estaban sus llaves!? No cabía duda de que las tenía en algún sitio; cuando fue al estacionamiento, en el trabajo, antes de recordar que no tenía carro hasta la próxima semana, las tenía en la mano. Entonces… ¿Cómo demonios…?
Nunca supo que las llaves reposaban junto a un micro con la parte delantera de la carrocería destruida. Al salir del transporte de un salto por la ventana, las llaves también dieron un pequeño salto y cayeron justo al lado de la llanta trasera del vehículo.
Unos veinte minutos después, una pequeña guitarra eléctrica de cinco centímetros, que hacía el papel de llavero de un manojo de llaves, abandonada atrajo la atención de un niño. Las recogió, las guardó en su mochila y siguió su camino.
        Mierda… —susurró. Las gotas que mojaban su cuerpo ya parecían tangibles. Luego perdió todas sus fuerzas, y antes de poder tocar el timbre cayó al suelo. Se recostó en la puerta y cerró los ojos.

La pequeña Sara pensó que la mejor decisión era un helado, de aquellos que eran del tamaño de su cabeza y de varios sabores. Siempre amó el helado, y esta vez podría comprar el más caro que jamás había comprado con cuatro soles.
Ya se encontraba de regreso a casa. La lluvia le molestaba un poco. Cuando decidió comprar helado, el sol todavía brillaba en el cielo. Atravesó el parque a toda velocidad.
Entonces, vio a su padre sentado contra la puerta de su casa. Parecía dormido. «Qué perezoso mi papito» —pensó.
Sany se acercó con una sonrisa burlona.
    ¡Papi! —dijo— ¡Hola, Dormilón!
No respondió.

    ¿Papi? —se arrodilló y agitó la manga del saco.



Cuando la conocí, no sabía que las influencias eran poderosas

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