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viernes, 8 de noviembre de 2013
Hacía ya bastante tiempo que no veía a Serge. Cuando
miraba a la nada mientras el profesor Ernesto explicaba una fórmula de
trigonometría, decidí visitarlo luego del colegio.
Me parece que era geometría… bah, no importa.
—
No mamá, no hay tareas
—grité, desde la puerta.
—
Estoy confiando en ti
—respondió mi madre— ¡No demores!
—
¡Está bien! —cerré la
puerta, pensando en que, tal vez, le haya mentido a mi madre con respecto a las
tareas. La verdad, no recordaba si había o no tarea. Años más tarde creería que
«si no hay recuerdos, no puede haber mentira».
La tarde pintaba bien; era primavera y una brisa
fresca corría por las calles limeñas. El sol no quemaba (cosa que odiaba) y la
sombra era abundante.
Esperé unos minutos en la puerta de la casa de
Serge. Su casa siempre fue amarilla. En lo personal, odiaba ese color. Nunca se
lo dije.
La puerta se abrió.
—
¡Hey! —me saludó con
una sonrisa, desde el umbral de su puerta— Tanto tiempo sin verte.
Entramos a su casa. Por la puerta de su cocina.
Nunca había visto a nadie abrir la puerta de la sala (demás está decir que
tampoco vi esa puerta abierta en todo lo que tenía de vida). Subimos las
escaleras para ir a su habitación. En la sala, el viejo reloj dio cinco
campanadas, marcando las cinco de la tarde. Me quedaría hasta las siete de la
noche, más o menos.
—
Desde que empezaste con
Sara no me hablas más que por MSN, tío —se quejó. Estaba jugando con una pelota
de hule, sentado en la parte superior de su camarote. Él dormía ahí y su
hermano abajo. La verdad, nunca había subido a la parte superior del camarote—.
Y yo sé que habrá por ahí alguna historia, de esas divertidas, que tienes
cuando estás con una chica.
—
Pues, no sé…
—
Habla. Ya vi tu cara.
—
Ah, tío. Yo…
Suspiré, divertido. Era cierto; Serge tenía algo que
hacía que me delate. Según me decía, le gustaban mis “historias divertidas” y
cada vez que no quería mencionar algo, por más pequeño que fuese, el condenado
Serge sabía que escondía algo (jamás supe cómo lo hacía). La verdad, en aquel
momento, la “historia” no era lo más divertido del mundo… pero se la contaría. Después
de todo, Serge me acompañó desde segundo de primaria, y ya estábamos en último
año de secundaria. Incluso fue mi único apoyo cuando mi primer amor me rechazó.
Ay, Estelita…
¿Qué será de tu vida?
Sí, nos veíamos menos, pero parecía que el tiempo no
pasaba.
—
¿Y bien? —abrió los
ojos, como una madre que espera la confesión de la travesura de su hijo.
—
Pues… —titubeé— para
empezar, vive en Surco.
—
Eso está lejos —miró de
un lado a otro— ¿No?
—
Sí. La primera vez que
la vi, tomé cuatro carros y llegué en tres horas y media.
—
¡Pero qué tonto! —rio.
Luego hizo una pausa y, aún con una sonrisa, me miró— ¿No pudiste preguntarle
cómo llegar?
—
¿Qué te asegura que
ella sabría llegar de San Miguel a Surco?
—
Buen punto —se rascó el
mentón—. Aun así, nada perdías preguntando.
—
Iba a ser una sorpresa.
—
¡Eso lo cambia todo,
Don Juan! —siguió con su buen humor. Me lanzó una risita cómplice.
—
Tampoco le gusta el
Helado —añadí, pensativo.
—
Eso sí que es extraño.
—
Algo.
— ¿A quién no le gusta el helado? ¡Cuidado, Joseph! No vaya a ser un extraterrestre —las manos de mi amigo agitaban los dedos frenéticamente, como queriendo asustarme luego de un cuento de terror. Y dijo, con una voz nasal, como si fuese un visitante de otro planeta:— En nuestro planeta, las cosas frías nos destruyen, terrícola.
— ¿A quién no le gusta el helado? ¡Cuidado, Joseph! No vaya a ser un extraterrestre —las manos de mi amigo agitaban los dedos frenéticamente, como queriendo asustarme luego de un cuento de terror. Y dijo, con una voz nasal, como si fuese un visitante de otro planeta:— En nuestro planeta, las cosas frías nos destruyen, terrícola.
Luego volvió a reír.
Quince minutos después, la risa de Serge se
apagaría. Su rostro reflejaría la misma mueca de asombro e incertidumbre que
tuve en la CHAMA hacía unos días cuando Sany me contó un pasaje de su niñez.
El día que descubrí por qué a Sara, Sany, la
Bufoncita, no le gustaba el helado no supe qué decirle. Me relató una pequeña,
casi tanto como ella a los cinco años, y triste historia.
Cuando la conocí, no sabía que las influencias eran poderosas
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