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miércoles, 7 de septiembre de 2011
Mi casa, desde que regresé de México, estaba dividida en tres; mis tíos vivían en el primer piso mientras mis padres en el segundo y, finalmente, yo estaba, solo, en el tercero.

Era genial poder estar solo en un piso sin que nadie me moleste… Bueno, algunas veces subía mi madre ya que usaba un cuarto vacío al costado del mío como depósito, pero aun así, me relajaba tener todo el piso para mí solo.

Aquel sábado, en diciembre, cuando llegué con Sol, pasando por el segundo piso, saludó, muy nerviosa, a mi madre, quien le devolvió el saludo con una sonrisa. Luego subimos hacia mi piso.

Era algo alucinante tener a Sol en mi piso; era casi como si fuese una casa para nosotros solos. Obviamente muchas ideas, entre ellas algunas algo libidinosas, rondaron por mi cabeza. Pero, por supuesto, no iba a intentar nada que ella no quisiera. Ya tenía algunas experiencias pasadas que me demostraban lo estúpido que podía llegar a ser con la cabeza caliente. Además… Era tan chiquita y bonita… Que sería incapaz de hacerle algo.

Ella se puso a curiosear por toda la casa semivacía. Desde la puerta la veía, muy feliz, pasar de un cuarto a otro preguntando “¿Qué hay aquí?, “¿Y este cuarto?” “¿Qué es esto?” entre otras cosas.

-          Erhm… Eso… - le dije, un poco tartamudo.
-          Está muy bonito – me sonrió mientras salía de una habitación con un pequeño conejo de peluche.
-          Sí – le contesté, devolviéndole la sonrisa – Y te parecerá más bonito cuando te cuente la historia de ese conejito.
-          ¡Cuéntame, cuéntame! – dijo, caminando hacia otra habitación – Oye… ¿Este es tu cuarto? Es la única habitación con una cama.
-          Sí, este es mi hábitat – le respondí, sin perder la sonrisa.

Sol se sentó en mi cama y, sin soltar el peluche, dejó caer su cuerpo para estar más cómoda.

¿Qué no se me había ocurrido hacerle en ese momento? Si no fuese porque lo que sentía tenía bases en el respeto y un buen querer, era más que seguro que me tiraba encima de ella. Por el contrario, me arrodillé en el suelo, a los pies de mi cama, y desde ahí le dije que se veía muy bonita.

-          Oye… - me dijo – Aún no me cuentas la historia de este conejito bonito.
-          Verdad – dejé colar una risilla – Es un regalo.
-          ¿Sí? ¿De quién? – Se volvió a sentar en mi cama – Yo quería que me lo des. Está muy bonito.
-          Me lo dio tu buena amiguita Adriana – no lo soporté más – Jajajajaja.

Sol terminó de incorporarse y se paró. Caminó hacia la puerta de mi cuarto y me sacó la lengua.

-          ¡Qué conejo tan feo! ¡Feo como tú!
-          Vamos, Sol – me acerqué a ella – sólo es una bromita.
-          ¿O sea que no te lo dio Adriana? – me abrazó, sin soltar el conejo, rodeando mi cuello.
-          Sí me lo dio ella – respondí – Pero en este momento eso ya no importa… Sólo importas tú… Sólo importo yo.

Me sonrió con la dulzura e inocencia con la que sólo ella podía. Me acerqué un poco a ella, la vi cerrar los ojos. Hice lo mismo y deseé que ese momento no termine jamás.

Nos dimos un beso dulce, algo largo y con un roce delicado.

-          Te quiero.
-          Yo también.
-          ¿Sabes qué Joseph?
-          Dime.
-          Este es mi primer beso.
-          Pues me encanta cómo lo haces.
-          Y a mí también cómo lo haces tú. ¿Sabes? Hemos logrado algo que Michel y Tania no han podido en casi un año de relación.
-          ¿Darse un beso?
-          Sí.

Sonreí. Sí que Michel tenía una relación muy extraña con su enamorada… Tal vez algún día llegue a comprenderlo.

-          ¡Aaarrrgghhhh! – chilló Sol, cerrando los ojos violentamente.
-          ¿Qué pasó? – me asusté.
-          ¡¿Por qué demonios mi primer beso fue agarrando algo que te regaló Adriana?!

Me reí. Me reí mucho.


Cuando la conocí, no sabía que ella iba a sentirse sola

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